viernes, 20 de marzo de 2009

Tusitala

Supongo que alcanzar la eternidad cuesta mucho trabajo. Pocos logran perdurar en la memoria del personal y llevar a las mentes recuerdos agradables de su existencia. A cualquiera le gustaría ser uno de esos seres inmortales que descansan plácidamente mientras divisan la admiración que el mundo y la historia les profesan. Juan Antonio Cebrián, el radiofonista más transparente que he conocido, nos los presentaba de madrugada, mostrando sus aristas, sus vaivenes y sus logros. De todos los personajes de los que hablaba en aquellos pasajes de la historia, el más sugerente, además de la voluptuosa Mata-Hari, siempre fue Robert Louis Stevenson. Un narrador excepcional, un contador de historias increíbles que se sumergía en el alma de sus personajes. A él le debemos esa división radical del bien y el mal, el lado oscuro de Hyde y la diligencia de Jekyll, un reflejo apasionado de nuestra propia naturaleza. El Tusitala, como le llamaban sus compadres samoanos antes de su muerte por aquellos mares oceánicos, hizo del género de la literatura de aventuras un arte, desmontando esa estupidez todavía en boga de que son libros para niños y adolescentes. La Isla del Tesoro es una novela profunda y compleja, que desde la cabeza de un joven construye un mundo de piratas y traidores en busca de un sueño. Y aquel ensayo, El arte de escribir, es un ejemplo para quienes pretenden contar historias.

Aquel joven escocés, tuberculoso y amante de la noche nos ha legado una herencia magistral e imprescindible de cómo trasladar al lector la pasión por la vida y los viajes, por la aventura temeraria y valiente. Cebrián, el radiofonista que ya no está, comparte ya confidencias con Stevenson. Seguro que departen sobre las juergas de Edimburgo y sobre aquella noche de desvelo en la que surgieron las dos caras de nuestra esencia, Jekyll y Hyde.

Perdurar. Tusitala lo ha conseguido. Su espíritu todavía planea sobre las mentes con ganas de imaginar cosas.

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