martes, 17 de marzo de 2009

Universo

Siempre me ha interesado la naturaleza de los idiomas, su procedencia y su aprendizaje. Por eso es interesante recordar aquel proyecto universal de comunicación, el esperanto. Aquella idea, abrazando a todas las lenguas del mundo, trató de captar lo mejor- y más sencillo - de todas ellas para construir un edificio de palabras artificiales. No funcionó como esperaba su creador, el doctor Zamenhof, aunque todavía hoy existe una comunidad de un millón de personas que lo domina y lo habla con cierta regularidad. Es curioso comprobar que la homologación mundial no suele resultar, pero no sólo en lo fundamental, también en otros campos más triviales. Los mercados financieros, los aeropuertos, los enchufes, o los aparatos electrónicos en general tienen dificultades para acercarse.

La universalidad se rige por leyes parecidas, aunque no se cumplen en las mismas condiciones en todo el planeta. Existen lenguajes comunes, ocurre en el amor, en el deporte o en el arte. Pero en lo tocante a lenguas, pese a la supremacía del inglés (inexorablemente heterogéneo), no hemos encontrado un método de comunicación más allá de la mímica del turista. Quizá sea mejor así. Nos ofrece el gusto de aprender idiomas lejanos al nuestro, y nos invita a superarnos para sobrevivir en otras tierras. No me gustaría que aquel proyecto idealista de Zamenhof desapareciera. Encierra una esencia de universalidad, esa misma que pregonan los políticos para salir de la crisis y mejorar el mundo. Grandes palabras, pequeñas realidades.

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