jueves, 19 de febrero de 2009

Joselito

El otro día vi en unos informativos televisivos, cuajados de anécdotas más que de noticias propiamente dichas, las bondades tecnológicas en forma de teléfonos móviles. Poblaban una feria poblada de curiosos, expertos y cámaras. Allí se exponían los teléfonos del futuro, según decían los representantes de las marcas. Uno estaba integrado en el reloj, otro podía mojarse sin necesidad de comprar otro nuevo. Digamos que los avances tecnológicos caminaban con la frivolidad y el gasto inútil. La noticia, por llamarla de alguna manera, era el escenario perfecto para redundar en esa cansina pero eficaz tarea de crear necesidades innecesarias. Los teléfonos graban películas y pueden proyectarlas, sirven para realizar videoconferencias, y ya no se fabrican con botones porque los ha sustituido la panacea de la tecnología, que es el dedo humano y las pantallas táctiles.

Se supone que la tecnología nos facilita la vida, al menos para eso es inventada. Pero a veces los problemas son mayores que las soluciones. No voy a entrar en los confusos y prescindibles tochos de instrucciones. Me refiero a las utilidades artificiales de unos artilugios que en un principio servían para hablar y ahora sirven para todo lo demás. Tenemos que comprarlas para que mañana sean sustituidas por el penúltimo grito que convertirá nuestro teléfono en una antigualla de museo. Pero lo peor de todo es que si no se vive al ritmo de la corriente tecnológica, nos subimos al carromato de Joselito, el del anuncio. Nos transportan al atraso tercermundista por no instalar el ADSL en casa a tropecientos megas de potencia. Eso es insultante. Porque mientras usted me instala la línea maravillosa, he tenido tiempo de salir a la calle, leer un buen libro, ver una película y hablar por teléfono. Y de boca a oreja, sin videoconferencia. Y no soy más infeliz que usted, ni me subo al carromato de su anuncio. Aunque me caiga muy bien Joselito.

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