viernes, 20 de febrero de 2009

¿Dónde está la gracia?

El humor es una cosa muy seria. Y no es una contradicción efectista, lo dicen los genios de la carcajada. Por eso sigo escrutando los tonos de mi risa, y la voy identificando. Sé cuándo suena por compromiso, como cohibida. Unas veces es sincera, el corazón la disfruta y la mente la alimenta. Y otras veces, las menos, es perjudicial para el cuerpo, porque brotan las lágrimas y el vientre se aprieta. Siempre me he preguntado si alguien ha muerto alguna vez de un ataque de risa. Sería una graciosa forma de estirar la pata, pero un fastidio para el interlocutor, que vería cómo su chascarrillo en vez de arrancar una sonrisa ha terminado con una vida. No creo que la risa tenga como fin el martirio, como las cosquillas, busca más bien la alegría de los ánimos caídos, la resurrección del cerebro y la garganta. Recordando los prescindibles estudios de las universidades americanas, no sé si riendo alargamos la vida, pero la hacemos más presentable, adecentamos nuestro rostro de piedra y nos ablandamos ante la sensibilidad del vecino. Es un ejercicio sano.

El sentido del humor es un concepto etéreo. Cuando se pregunta en las encuestas sobre qué cualidad se valora más en el amor siempre se suele apelar al sentido del humor. Y no estoy muy seguro de esto, desconfío de su valor real, porque desconozco sus entresijos. El humor no sostiene ninguna relación seria. Al menos por sí solo. La risa es pasajera, se evapora en un segundo. Todos conocemos al graciosillo de turno, ese que puebla las televisiones con gags de dudoso gusto, y a esos pocos seres capaces de generar por sí solos hilaridad, radiadores de sonrisas permanentes. Procuro no confundirlos. Disfruto con las conversaciones trufadas de ironías, anécdotas y surrealismos, pero huyo de los niveles desmedidos de risa por miedo a terminar en una caja de pino. Es el único freno que me pongo.

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