jueves, 22 de enero de 2009

La crisis de la esperanza

No corren tiempos de alegría, al menos para la mayoría de los mortales, enfrascados como estamos en el aprieto económico, uno de los menos recomendables. Las maldades del sistema se han revelado ya para ricos y pobres, y hasta los más acaudalados banqueros han caído en las redes de la rentabilidad imaginaria, provocando el aumento de la desconfianza del respetable. Aunque ya desconfiaban lo suficiente antes de este crack del siglo XXI. Los años venideros serán duros, según los expertos de la cosa económica. No parece un mensaje cargado de esperanza para afrontar las dificultades, y menos con este aluvión de previsiones contradictorias que se modifican para demostrar cuál es peor. Mejor será otear nuestro futuro con prudencia hasta que podamos resurgir de este cráter de desempleo y desánimo. En este caso, el pesimismo bien informado no existe, porque se camufla bajo cifras, índices y declaraciones interesadas de aquellos que se han comprometido a capear el temporal con dignidad.

Este remolino de abatimiento terminará, pero no sabemos cuándo. Un anhelo creíble nos llevaría hasta 2010 con el alma en pena. Nuestros gobernantes deambulan por una fina línea que no les comprometa al fin de su trabajada credibilidad, sin embargo nuestro ministro de economía saltó al vacío hace unos días confesando que el gobierno "ha agotado todo el margen de gasto público para hacer frente a la crisis". Pensará alguno que Dios nos coja confesados, y con razón, si el contable mayor del reino es capaz de reconocer que poco más se puede hacer ante la crisis. Solbes deslizó sin disimular que toca apretarse el cinturón, pero que no hay dinero para hacer más agujeros. Tendremos que utilizar tirantes.

Frente a esta especie de apocalipsis crepuscular queda la esperanza virtual. Esa que representa con tanto garbo y voz grave Barack Obama, el estandarte de los sueños de los que duermen y de los que están despiertos. Su toma de posesión, a pesar del frío y la solemnidad, nos permitió respirar aire fresco después de algunos años oscuros que casi todos coinciden en censurar. Sus artes dialécticas, fuente de seducción inevitable, han cautivado admirablemente a todos los colores políticos, incluso en España. Mingote decía en su última viñeta en ABC que los americanos, en política, procuran aceptar lo que puede ser bueno y rechazar lo que ya se ve que es malo. Termina con sorna el chiste: O sea, gente sin ideología. Conviene en estos tiempos desconfiar de las ideologías y dar importancia a las ideas, especialmente a las buenas ideas, esas que escasean, y que nos ayudarán a salir de los atolladeros que frecuentamos.

La vigencia del eufemismo como forma de vida política es desasosegante. Además del fomento de la cursilería, contribuye a esconder lo que cualquiera puede descubrir saliendo a pasear. Resulta hilarante el alarde de imaginación para nominar los problemas. Desaceleración, cese temporal, ajuste, adversidad, y, como colofón, "las cosas van claramente menos bien". Antes de la crisis íbamos bien. Después, nadie lo sabe. Ay, la refundación del capitalismo, el 0'7 %, las inyecciones bancarias, los planes ambiciosos – yo creía que la ambición era patrimonio de los seres humanos -, los lamentos, las imprevisiones y el paro imparable. Los más parados están al frente de las máquinas, y deben tranquilizar a una tripulación amotinada, a punto de estallar. Los críticos, los de los bancos opuestos, tampoco contribuyen con soluciones, y continúan anclados en los lugares comunes y en las alergias a definir el rumbo de su viaje incierto. Salvada la torpe metáfora náutica, parece que siempre nos quedará Obama y sus palabras ante la muchedumbre: "el periodo del inmovilismo, de proteger estrechos intereses y aplazar decisiones desagradables ha terminado". Esperemos por nuestro bien que tenga razón.

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