miércoles, 24 de diciembre de 2008

Loterías y apuestas

Una de las mejores campañas publicitarias de la última época ha sido la del sorteo de Navidad. Una música encantadora le servía de identidad, recreando los sueños, la nieve, la magia y las peripecias del doctor Zhivago. Consiguió como nunca atraer a los mortales a las administraciones de lotería con una imagen alopécica, pero afortunada y venturosa. Más tarde caló el mensaje desesperado del sufrimiento: como rechace un décimo por desidia y acabe tocándole al vecino, no me lo perdonaré en la vida. Los españoles salían de gira como los artistas comprando boletos por donde quiera que pasaran. Examinando si este número es bonito o si acaba en siete. Algunos loteros se hicieron ricos y otros aumentaron la leyenda vacía de los premios y las terminaciones.

En tiempos de crisis, como la que nos aprieta pero no ahoga, la suerte es un recurso legítimo y efectivo. El estado, ese ser supremo despojado de humanidad, ejerce de administrador de las fortunas. Acudimos al juego como una emoción intensa y nerviosa, olvidadiza y rutinaria. Aquel papel escondido entre los periódicos que llevamos ayer al estanco de la esquina puede hacernos ricos, o perecer en el cubo de la basura sin mayor gloria. En cambio, aquel calvo navideño logró que nos pegáramos al papel como a los partidos de fútbol, para saber a media mañana si podíamos tapar agujeros con billetes o si había que hacerlo con hormigón, como casi siempre un 22 de diciembre.

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